domingo, 23 de enero de 2011

Ángel de Alas Negras

 
La soledad termina por transformarnos en una sombra de lo que fuimos... 
Los recuerdos son el reflejo del ayer, sueños escritos con la angustia de las lágrimas o con el eco de una dulce sonrisa. Sin embargo, resulta difícil recordar alguno de ellos cuando aún quedan astillas en el corazón que no dejan de sangrar y mantienen la herida latente. Y es que hay veces que se ahogan las palabras, que se esconden en un lugar donde no las puedes encontrar y te dejan a solas con un lamento que no sirve de nada.
 ¿Recuerdas?
Me acogiste en tus brazos bajo la atenta mirada de una luna de papel que, engalanada en melancolía, vestía con sus rayos mortecinos tus pies descalzos de ilusiones. Tan desnuda de razones estabas que bajé los peldaños de la locura para acercarme a ti y, entre auroras y puestas de sol inciertas, me convertí en el aroma de tu rosa de espinas, en el asidero firme y estable para tus pies de barro cuando el viento deslucido del crepúsculo se transformaba en tempestad.
En un suspiro entrecortado me prometiste unos ojos capaces de penetrar las sombras más profundas para que pudiera escudriñar los secretos de la soledad y la pena. Y mi voz se hizo fuego para calmar el frío eterno de los corazones en aquellos jardines de invierno, donde cantábamos juntos una hermosa melodía que tapara el sonido agónico del olvido.
¿No me llamaste ángel sólo porque tengo alas?
Cruzamos juntos el umbral de mil lunas y dejamos atrás el gris de las garras afiladas del miedo y el temor. Y aprendí de ti que apagar el sol y encender las estrellas era sólo un capricho del ocaso, receloso del amanecer. Me enseñaste que el mar estaba enamorado de la cálida arena de la playa y que le dejaba preciosos regalos en su regazo para conquistarla. Me hiciste ver que el arco iris se desnudaba en colores vivos para demostrar que no llueve eternamente o que los árboles lanzaban sus hojas al viento para recibir con sus mejores galas a la primavera.
Pero un día te fuiste para no volver y me dejaste sentado en un columpio de ilusiones, aquel que había construido en mi pequeña nube de algodón. El mar empezó a quedarme demasiado lejos y mi barca sin remos se fue a la deriva por una cascada de silencios vacíos.
¿Fue un espejismo lo que vi?
Comprendí entonces que no lo sabía todo, que jamás me hablaste de los desiertos sin oasis, de las heridas de guerra o de los juguetes rotos que quedan escondidos para siempre. No me hablaste de las emociones que explotan en pequeños fragmentos para clavarse en el fondo del alma, de los rencores cultivados junto a las flores o del rumor agrio de la mentira, que enferma y hiere, dejando por dentro una espesa niebla que es incapaz de levantarse.
Y regresé sobre mis pasos, al rincón de los silencios prohibidos, al lugar donde volví a pintar las paredes, con la estela de una estrella, para manchar mis alas con tu terrible ausencia.
¿De qué me sirven ahora si nadie cree que antes eran blancas?
Me quedé sin ti, sin nadie, y hay veces que no me tengo a mí. En este otoño que duele, aún espero que regreses al lugar donde dejaste tu perfume. Porque, de todas las cosas que aprendí de ti, jamás me enseñaste qué es lo que debo hacer cuando me siento solo.

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